| ¡Dale que no viene carro!

La artillería del diablo

El recurso final del hombre destruido es el delito.

Ugo Foscolo

¡Que bolas tienes! — dijo Fausto con ojos vidriosos por el miedo. —¿Sabes qué? —respondió Eugenio mientras exhalaba una bocanada de humo— ¡Me sabe a mierda lo que pienses, lo que opines o sientas! Las vainas son como son y no hay vuelta atrás. Te comprometiste y no puedes echarte para atrás ahora que ya todo ha sido organizado. En su mano derecha brillaba un anillo de acero. El anillo era un regalo de su padre, una inscripción labrada en el metal adornaba la joya: "Cedo alteram". Eugenio sabía su significado y más aún, lo consideraba un mensaje de suerte. Sus palabras eran tajantes y sin espacio para la duda.
| Sólo 2 hablaron pajita

El latido del corazón

Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos.

Anónimo

Tun tun tun tun. El día que lo escuchó por primera vez, una sensación de temor le hizo temblar de miedo. Era un sonido hueco, acompañado de un eco sordo que contrariaba el origen de aquel sonido, tun tun tun tun. Acompasado, monótono, constante. Al principio lo buscó pero no pudo encontrarlo y es que aquel sonido parecía originarse en un lugar y cuando llegaba ahí se había trasladado a otro más allá, más lejos, otras veces más cerca, podía estar detrás de él y al voltearse aeguía igual, detrás de él, tun tun tun tun. Era desesperante, aterrador seguir oyendo aquello y no saber su origen. Acudió a su esposa para que le ayudara a localizar el sonido, pero ella no escuchaba nada. Después de muchos intentos aquello terminó por exasperarla y le exigió que fuera a un médico: Deberás ir a un especialista, le increpó. Tun tun tun tun.
| Sólo 2 hablaron pajita

La cafetera de hierro que estaba al pie de la escalera

La escalera que sube a un desván siempre sube y nunca baja, igual que siempre baja y nunca sube la de un sótano.

Gastón Bachelard

La camisa se hallaba sobre el sofá, había caído con descuido, todos sus botones abiertos, a su lado, un par de zapatos negros junto a un par de medias parecían bailar la danza del desorden los unos con los otros. Más allá, unos pantalones oscuros aún llevaban puesto el cinturon que los sostuvieran a unas caderas de hombre. Sobre la pequeña mesa, al lado del sofá, un reloj metálico brillaba de cabeza, aunque no podían apreciarse en detalle, las manecillas giraban rítmicamente segundo a segundo. Más allá de eso nada indicaba que hubiera alguien en la casa.