La lluvia (II parte - y última)

Como lo prometido es deuda, aquí les hago entrega de la segunda y última parte de mi cuento "La lluvia".



Aunque estaba concentrado sabía que debía tener cuidado, ya el hombre aquel, el marido de Lucía debía estar cerca, debía tener cuidado. Cuando me encontró con su mujer sólo me dio tiempo de saltar por la ventana y correr por el monte, si bien al principio me sentí desprotegido por mi desnudez, con la lluvia ya no me sentía así, era como un animal que está libre, que es soberano de si mismo y de lo que le rodea.

Un pajarillo rojo como la sangre se lanzó directamente sobre el escarabajo muerto y de un solo golpe lo levantó en su pico para perderse luego bajo la cortina de agua cubría todo a mi alrededor. Pensé extrañado que aquel ave era arriesgada, normalmente estos animalitos no salen de sus escondrijos cuando llueve de la manera en que ahora llovía y me imaginé a mi mismo volando con mi escarabajo en el pico. Lucía era una hermosa hembra, de caderas pronunciadas siempre dispuestas a recibirme en su interior. Había cuido en la tentación de su feminidad aún cuando sabía que su esposo, era el asesino de varios hombres, según se decía en el pueblo, y aunque nadie podía asegurarlo todos jurarían que era cierto.

Cuando Felipe se enteró de lo que sucedía entre Lucía y yo me dijo: – Ten cuidao Antonio, mira que ese carajo es muy jodío. Te va a matar si se entera de la vaina que les estas echando con su mujer.

Felipe era mi amigo de toda la vida, y aunque su consejo me dejó pensando un buen tiempo, bastó con que viera a Lucía otra vez para que cualquier posibilidad de rectificación desapareciera de mi cabeza.

Oí el ruido que hace el monte cuando se camina a través de él. Miré rápidamente en esa dirección pero la lluvia no dejaba ver más allá de unos pocos metros. Me levanté de inmediato y comencé a correr otra vez, aunque ahora sin miedo. El agua corría sobre mi cuerpo y la sensación de estar desnudo en medio de aquella montarazca me hizo sentir feliz. Troté más que corrí, pero luego de unos cientos de metros me detuve otra vez. En una mata de yagrumo una pereza se movía lentamente buscando las hojas más grandes para guarecerse del aguacero. Estuve un rato mirándola y recordé al viejo Claudio, el dueño de la bodega, era como la pereza, tenía la cara llena de pelos y sus movimientos eran tan lentos que cualquiera podría decir que se movía porque el viento lo llevaba de un lado a otro. La última vez que le vi me dijo en tono severo: – Antonio mijo, deje a esa mujer, mire que le va a desgraciar la vida. Usté es un muchacho joven, de güena familia. Cualquiera de las muchachas de por acá sería muy feliz con usté. Además esa mujer es muy vieja pa’ usté. – No le pare don Claudio, además ese carajo no viene sino cada dos meses pal pueblo, y Lucía necesita quien la cuide y la quiera. – Güeno mijo, ya yo le dije lo que tenía que decirle. Allá usté, mire que el que no agarra consejo no llega a viejo.

Otro trueno, más fuerte que el anterior me volvió a la realidad. Ya la pereza no estaba, seguro había conseguido la hoja que buscaba. Caminé otra vez, pensé en Lucía, en las noches que habíamos estado juntos. – Antonio, tu si me hacéi feliz. Nojoda, no como ese marío mío que no sirve sino pa’ dame coñazo. La abracé y sentí su calor. Lucía era una mujer de unos treinta y cuatro años, había llegado al pueblo dos años antes junto a su marido, un hombrón como de dos metros, que nunca habló con nadie, y del que nadie sabía nada. Se iba siempre quien sabe a donde y regresaba el primer lunes siempre luego de dos meses. Cuando llegaba venía cargado de regalos para Lucía. Mucha gente en el pueblo decía que era un ladrón que robaba en otras partes y que se escondía en el pueblo. Pero yo sabía que no era así, Lucía me había contado que Jorge – así se llamaba – era capataz de una finca en el estado Apure y que no se la llevaba porque allá vivía con su esposa y los seis hijos que tenían. Él se había enamorado de Lucía cuando tenía catorce años y se la había llevado de su casa cuando tenía quince. Desde ese tiempo Lucía andaba del timbo al tambo, de pueblo en pueblo pa’ donde Jorge la llevara. Me enamoré de ella como sólo se enamora un muchacho de diecisiete que no ha conocido mujer. Ella me trataba como un hombre, me lavaba la ropa, me cocinaba, me escuchaba, pero sobre todo, me entregaba su cuerpo, su alma y su amor, ese amor que entregó una vez y que luego de un tiempo ya no tenía repositorio. Todo ese amor y pasión de mujer era mío y ella me lo daba sin límites, sin condiciones.

Uno de mis pies tropezó con una rama y el dolor en el dedo me hizo encorvarme. La lluvia había empezado a amainar algunos truenos volvieron a iluminar el cielo, pero ya estaban muy lejos para escuchar el estruendo que hacían.

Me agaché para sobarme y una sombra me hizo voltear, un destello metálico iluminó mi cara y el golpe me hizo caer sobre mi pecho, el charco bajo mi cara se tiño de un color rojo parduzco, un líquido tibio y pastoso rodó por mi rostro nublándome la vista como pude me incorporé, pero otro certero golpe de machete me dio de lleno en las costillas, me abracé a mi mismo instintivamente como no queriendo dejar salir mis entrañas. Alcé la vista y vi a aquel hombre, Jorge que levantaba su brazo con el cola ‘e gallo manchado de sangre cuando iba a asestarme el golpe definitivo le grité: - ¡Ella no te quiere desgraciao, déjanos en paz!. Su brazo quedó en alto y duró así un buen rato. Sentí como una patada en la boca del estómago me sacaba el aire y mis ojos se cerraron.

En el hospital de Barinas Felipe, mi mamá y mi hermana rodeaban la cama cuando desperté, los ojos llorosos de mi viejita se iluminaron cuando vio que despertaba. – Lucía, ¿dónde está Lucía?, dije. Felipe bajó la mirada y mi madre se abrazó con mi hermana quien la apretó contra si amparándola en su pecho.

Ahora, viendo la lluvia caer y los truenos sonar pienso en Lucía, no la he vuelto a ver y se que no la veré nunca más, pero se que como el pajarito rojo, seguiré volando aún cuando el aguacero no lo permita, porque así somos las almas libres.

Guanare, junio del 2002

No hay nadie en casa

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