Habitaciones vacías
Una persona puede sentirse sola, aún cuando mucha gente la quiera.
Hubo una época, en un lugar donde el tiempo no existía y los días eran siempre soleados, donde siempre eran lluviosos, donde siempre eran una eterna noche estrellada, donde la primavera, al igual que el invierno eran eternos. Era un lugar fuera de nuestro entendimiento donde todo era como deseara cada persona. En ese extraño mundo había un hombre, un hombre como cualquier otro, un hombre ni muy alto ni muy bajo, para nada gordo pero tampoco flaco. Era un hombre cuya belleza física era de esas que se describen con la frase: —Es que él tiene un corazón hermoso—. Así pues, no era un hombre agraciado, aunque no asustaba, eso no. Era un hombre cuyo cabello era largo por momentos, cuando así lo soñaba y se tornaba en una gran calva al despertar. Era un hombre cuya sonrisa estaba siempre a flor de piel aún cuando en su alma no se dibujaba con frecuencia.En su interior, aquel hombre guardaba algo muy valioso, un algo que brillaba y latía con furia, era un corazón. Cuando alguien ocupaba uno de aquellos aposentos ya no volvía a salir.Era el corazón de aquel hombre un músculo terco, enamorado y amante. Era un corazón en el que podían verse cicatrices, parches y curas de todo tipo. Un corazón donde había varios cuartos protegidos por las puertas y las cerraduras más fuertes y seguras que hayan existido. En esas habitaciones guardaba sus amores, sus afectos más grandes y a las personas que llenaban su alma. Para quien sienta curiosidad, hay que aclarar que aquellas habitaciones, todas ellas, era luminosas, cálidas y siempre tenían vista a las montañas. Porque a aquel hombre le fascinaban las montañas. Cuando alguien ocupaba uno de aquellos aposentos ya no volvía a salir. Podía irse, podía abandonar la vida de aquel hombre, pero siempre su habitación estaría habitada por el amor que ambos hubieran compartido.
Era un hombre que iba por la vida, su vida, en aquel mundo sin tiempo, sin un rumbo determinado, deambulaba por el camino, el camino de su vida sin que el destino le fuera importante, no iba hacia ninguna parte y no le importaba llegar o partir de cualquier otra.
Aquel hombre era feliz, ¿lo era? Tenía, como todo el mundo, un padre y una madre – que habitaba en su corazón que no en su mundo. Como muchos otros, tenía hijos, unas cuantas hermanas, más sobrinos y un montón de tíos y primos. También tenía unos cuantos amigos, amigos de esos que tienden la mano cuando se les necesita, de esos a quienes no se puede dejar ayudar, amigos de verdad, verdad pues.
Siempre iba de un lado a otro. Tuvo raíces, pero de eso hacía mucho y ya no se había vuelto a asentar en ninguna parte. Visitaba a todos porque a él no podían visitarle. Se divertía, lloraba, celebraba y padecía con aquellas personas que entraban y salían de su vida. Un día, sin embargo, la compañía ya no estuvo más.De vez en cuando lograban reunirse muchos al mismo tiempo y eran momentos de muchas risas, de mucho afecto. Momentos que siempre estaba buscando. Antes, cuando las circunstancias habían sido otras, iba acompañado a todas partes. Un día, sin embargo, la compañía ya no estuvo más. Fue un período de tristeza, de llantos, de pérdida. Una época que ya había quedado atrás y que era parte de lo que había sido y que ya no sería nunca más. No había, eso si, una razón o motivo para sentirse mal por aquella marcha, ya aquello era una historia que había terminado. A sus hijos los veía poco, tan poco que a veces no recordaba sus rostros.
A veces, aparecía alguien especial y entonces él le regalaba uno de los cuartos vacíos en su corazón. Cuando eso ocurría entonces su alma sonreía otra vez. Lo malo es era que las ocupantes de aquellas habitaciones no se quedaban mucho tiempo. Mil razones las hacían abandonar el lar que el les obsequiara para continuar sus rutas. Volvía durante un rato la pesadumbre y el alma del hombre se volvía grave una vez más.
Tenía aquel hombre una vida pletórica de afectos familiares, de amistades entrañables, de caminos al azar, de sonrisas por fuera y circunspección interior. Era una vida donde un corazón albergaba miles de habitaciones que jamás serían ocupadas y unas pocas donde los recuerdos de amores trocados en desamor eran los únicos ocupantes.
Y así, el hombre seguía sonriendo para sus afectos mientras su alma yerma le impelía a continuar aquellos caminos que no llegaban a ninguna parte.
No hay nadie en casa
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