Una fábula urbana 2
Luego de las explicaciones dadas en mi post anterior, continúo con la historia que comencé a narrar en Una fábula urbana 1. A modo de aclaratoria y para evitar malos entendidos, los personajes que se mencionan, así como las situaciones descritas son producto sólo de mi imaginación. Cualquier similitud con situaciones o personas reales es sólo coincidencia.Hecha pues la aclaratoria, les hago entrega de la segunda parte de esta historia.
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A dos cuadras de donde mataron a Camilo, desayunaba en un puesto de empanadas, el sargento Luis Méndez. Cuando escuchó el disparo instintivamente llevó su mano hacia el revolver que colgaba en su correaje atado a su pierna. Tomó un último bocado, dejó un billete de cinco mil bolívares y se dispuso a caminar hacia donde oyera la detonación.
Mientras andaba, informaba a la comandancia, través de su radio portátil, su ubicación, lo que había escuchado y lo que hacía. Del aparato de radio una voz deformada por la estática le respondió: - Afirmativo agente, copiado el . Se envían refuerzos.
Al llegar a la escena del crimen, un círculo de curiosos y morbosos rodeaba el cadáver de Camilo. Los apartó y volvió a radiar: – Cadáver, hombre de treinta años aproximadamente. Solicito técnicos forenses, ambulancia y apoyo para operativo de búsqueda -. Sonó un ruido en su aparto radiotransmisor y de inmediato la voz de una operadora del otro lado: – Afirmativo copiado el 10-4. Unidad móvil en camino con refuerzos, espere instrucciones.
Un poco aburrido por las órdenes recibidas, el sargento Méndez no esperó a la patrulla que se dirigía hacia él, pensando en que sólo estaba a pocos metros de lo que escuchara hacía sólo unos minutos, decidió hacer caso omiso a las órdenes y caminó directamente hacia donde estaban ya reunidas un grupo de personas rodeando al cadáver de Camilo Pacheco. Cuando llegó detrás de las personas que se encontraban en la parte externa del círculo de gente, empezó a apartar a los más próximos abriéndose paso hacia el centro del círculo. Algunos se molestaron, pero al ver que se trataba de un policía sólo hacían mala cara y terminaban de quitarse del camino del agente del orden.
En medio de la gente se encontraba un cuerpo rodeado por un gran charco de sangre que empezaba a formar costras coaguladas. Su rostro estaba desencajado por la sorpresa de la muerte. La posición en que se hallaba sobre el suelo era algo fuera de lo normal – por lo menos para quien no esté acostumbrado a ver cadáveres –. Con las rodillas sobre el suelo como si estuviera rezando, Camilo se hallaba volteado sobre si mismo, su espalda sobre el suelo, un brazo encima de sus genitales y el otro a un lado de su cabeza. La sangre que brotaba del agujero por donde saliera la bala empezaba a secarse, una extraña mueca que parecía más una sonrisa adornaba la cara del muerto por último, sus ojos entrecerrados miraban al vacío, sus pupilas dilatadas sin ver nada, sin observar nada. El sargento Méndez empezó a levantar la voz pidiéndole a la gente que se alejara de la escena. No quería que aquellos estúpidos civiles alteraran la escena de ese asesinato. Era extraño, pero el policía ni siquiera se sorprendió un poco cuando se encontró con los restos de Camilo Pacheco. Estaba tan acostumbrado a la muerte que aquel cuerpo era sólo uno más en el gigantesco montón de muertos que habían pasado frente a sus ojos.
Algunos voluntarios, todos hombres de cierta corpulencia, empezaron a ayudar al oficial de policía a apartar a la gente. En todo caso ya habían transcurrido más de cinco minutos desde que Camilo Pacheco abandonara intempestivamente este mundo. La gente ya había visto lo que deseaba ver. La mayoría siguió su camino, otros se quedaron en las cercanías comentando lo ocurrido. Unos hablaban de lo que habían visto, otros sólo escuchaban y la gran mayoría, acostumbrados ya a la violencia de la ciudad olvidaron todo algunos minutos más tarde.
Méndez estaba nervioso, alguno que otro curioso seguía mirando de soslayo la escena y la patrulla estaba a punto de regresar. Necesitaba actuar rápido si deseaba obtener algo de aquel estúpido que le había interrumpido el desayuno. Gritó en dirección a los obreros de la construcción, los que hasta hacía sólo pocos minutos eran compañeros de Camilo. Pidió que le trajeran un trapo, un pedazo de tela, algo que permitiera cubrir el cuerpo de la víctima.
A los pocos minutos un hombre se acercó con algo parecido a un encerado. Ese material utilizado en la industria para cubrir materiales. El hombre ayudó al policía a cubrir el cadáver y luego se retiró por pedido del uniformado. Apenas se hubo alejado el obrero, Méndez levantó el encerado y se acomodó de tal manera que nadie pudiera verle. Con la mano libre revisó rápidamente los bolsillos de la chaqueta, la camisa y los pantalones del difunto. Empezaba a perder esperanzas cuando tocó algo que de inmediato le sacó una gran sonrisa. En el bolsillo trasero del pantalón el oficial Méndez encontró un gran fajo de billetes. Sus ojos brillaron de alegría. Rápidamente metió el dinero entre la camisa de su uniforme y la sudadera que llevaba puesta. Del otro bolsillo del pantalón retiró la cartera, la revisó, sólo había siete mil bolívares. Esta vez no hubo sonrisa, sólo una gesto que pareció de burla y desprecio. Revisó luego los documentos de identificación y se dijo a si mismo: – ¿En qué estabas metido pajarito? Ese plomo no fue de gratis.
Méndez dejó caer el encerado nuevamente sobre el cuerpo y cuando se incorporaba vio como la unidad móvil que le enviaran de refuerzo se estacionaba frente a él. Habían llegado con las sirenas apagadas, algo fuera de lo normal, pero que en ese momento no notó. De la patrulla se bajaron tres uniformados, el chofer, un hombre algo gordo y de una pronunciada barriga, más parecía un vendedor de fritangas que un policía, era el distinguido Francisco Ramírez. Del lado del copiloto bajó el sargento Francisco Rosales, un truhán que no era amigo de nadie, con la mala intención siempre presente y de costumbres tan bajas que hasta sus compañeros rufianes sentían hacia este caballero una notoria inquina. Por último, apareció desde atrás del vehículo oficial un agente bajito, luciendo un gran bigote, se trataba de Francisco Casorla, un individuo de mirada torva, sonrisa de roedor y de una crueldad que ya era famosa en todo el cuerpo policial. Incluso se contaba en las tertulias que acostumbraba a afilar el lado interno de las esposas para causar excoriaciones y cortes en las muñecas de los detenidos.
Continuará...
Sólo 7 hablaron pajita
Que bueno que volviste, ya sabés que siempre te estamos esperando y esperamos tus cuentos (valga la redundancia)
A decir verdad, cuando leo sobre muerte, me produce un poco de dolor. Voy a esperar la continuación...
Un beso 3rn3sto!!
muy buenooo cheee
el blog tambien muy lindo
pasate por el mio porfavor soy nuevo en todo esto y quisiera alguna ciritca o algo
Evan: La continuación ya está casi lista, en pocos días sale del horno :-)
Talleyrand: Bienvenido, pasé por tu blog, pero el problema es que hay que conocer de la política y del día a día argentino para poder entender muchas de las cosas que plasmas allí.
Igualmente seguiré pasando por allá.
Buenísimo, te voy a seguir
Esta historia es una fotocopia de la realidad!!!, y es increiblemente bien narrada..., no puedo esperar la tercera parte!!!.
Saludos.
Mi despertar: Antes que nada bienvenida a éste humilde pedacito de mi. Gracias por tus palabras y por la visita, regresa cuando lo desees :-)
Te devolví la visita, pero tu blog parece tener algún problema con la plantilla, no pude leer nada.
Ricky: ¡Caballero!, regresó usted por estos lares, bienvenido nuevamente. Si no publico este fin de semana, a más tardar el lunes estará disponible la tercera y parte de éste relato.
No se pierda compadre
ya me uni a tu circulo de lectores, me voy a la tercera entrada de esta fabula ahora. Pero me gustaria que compartieras tu Historia conmigo en mi blog. Que estes bien
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