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Una fábula urbana 3

Cuando el sargento Méndez vio a los tres hombres supo que estaba en problemas. Los panchos, como eran conocidos en la comandancia eran tres malhechores que se escudaban tras el uniforme y la placa para cometer toda clase de desmanes, desde encubrimiento de indeseables a cambio de contribuciones económicas – así les gustaba llamar a las extorsiones que acostumbraban aplicar a los delincuentes –, hasta la extorsión de comerciantes locales a cambio de protección.

Méndez saludó a Francisco Rosales con un gesto de desagrado. Por su parte Rosales devolvió el saludo con una sonrisa cínica. Sabía que Méndez le odiaba al igual que la mitad de los efectivos policiales de la comandancia. Hacía tiempo que esos gestos y malos tratos le traían sin cuidado. Su fama de hombre duro así como su manejo de información sobre casi todos los funcionarios le hacían un hombre poderoso.

Rosales le hizo una seña al gordo Ramírez para que éste revisara lo que había debajo del encerado que frente a ellos ocultaba el cuerpo de Camilo Pacheco de la mirada de los curiosos que pasaban por ahí. Cuando Casorla pudo escuchar a Méndez y Rosales hablar sobre lo ocurrido: – Y bueno Méndez, ¿qué pasó aquí? – Preguntaba Rosales mientras miraba el cuerpo de Camilo ya descubierto.
– Coño Rosales, yo estaba como a una cuadra de aquí cuando escuché los plomazos. Me vine corriendo y vi a éste carajo tirado con una pepa en la cabeza. – Respondió el sargento Méndez dándole a su voz un tono altisonante como le gustaba hacerlo cuando había un muerto de por medio.
– Seguro el guevón éste opuso resistencia a un atraco. – Respondió Rosales, Méndez hizo un gesto afirmativo al estar de acuerdo con el sargento.

Mientras tanto, Casorla se había agachado al lado del cadáver y observaba el rostro blanquecino. Con una mano tomó suavemente la quijada del muerto y la empujó cerrándola. Con la otra mano levantó la visera de su gorra y abriendo bien los ojos exclamó: – ¡A éste carajo yo lo conozco! El tipo está enredado con una carajita bien buena hija del viejo Chiporro.
– ¿Y quién carajos es Chiporro? – Preguntó Francisco Ramírez poniendo cara de idiota.
– ¡Cállate Ramírez!, déjame pensar. – Gritó Rosales mirando con desprecio al agente Ramírez. Luego, dirigiéndose a pequeño Casorla agregó: – ¿Cómo sabes eso Casorla?
– Ah, porque yo vivo donde vivía éste pajúo. El viejo Chiporro es un vecino que tiene una bodega. Es un viejo más buena vaina que’l coño y tiene una hija que está más buena que comé con los deos. Éste muerto estaba empeñado en tirársela. Lo que el no sabía es que la carajita es el culo del papi. – Explicó Casorla satisfecho de darle toda esa vital información a su superior. Hizo una pausa y añadió: – Lo que si le puedo decir mi sargento es que al muerto no lo conozco. Lo he visto en el barrio, pero no lo trato.

El sargento Rosales le hizo señas nuevamente a Ramírez y éste volvió a cubrir el cuerpo de Camilo Pacheco. Se alejó del grupo un de uno de los bolsillos de la camisa de su uniforme sacó un pequeño teléfono móvil. Digitó algunas teclas y se dispuso a hablar.

El sargento Méndez observó toda la escena en silencio. Al escuchar que uno de los panchos conocía al muerto sintió un escalofrío en la espalda. Pequeñas gotas de sudor empezaron a brotar en su frente y mejillas. Miraba a Rosales que seguía hablando por teléfono pero la distancia no le permitía escuchar lo que decía.

Pasaron dos o tres minutos que a Méndez le parecieron una eternidad. El sargento Rosales terminó la llamada, guardó el teléfono. Miró al policía con rostro de rata y éste último se acercó. Luego el sargento le dijo algunas cosas a Casorla directamente al oído. Méndez sentía que su corazón iba a estallar, los nervios le traicionaba. Aquellos tres hombres eran conocidos por sus trampas, y acciones delictivas bajo el amparo del cuerpo policial. Tenían el poder y los contactos suficientes para acabar con su carrera si cometía algún error. Decidió tranquilizarse. Ellos no podían saber del dinero que tenía el muerto encima. Además, sólo debía decir que cuando llegó todo estaba como lo habían encontrado. El temor dio paso a la rabia, en sus veintidós años de servicio nunca había cometido un error, su hoja de vida estaba limpia y esos tres malhechores podían dañarlo todo.

– ¿Qué pasa Méndez? – preguntó Rosales sin mirarle. Observaba como Casorla levantaba nuevamente el encerado que cubría el cadáver de Camilo Pacheco.
– ¿Qué, ah?, ¿a mi? Nada, no me pasa nada mi sargento –. Respondió Méndez. Había cometido dos graves errores, su voz le había traicionado y además se había dirigido a Méndez como si éste fuera su superior. Aún cuando ambos tenían el mismo rango, el sargento Méndez era más antiguo que Rosales y esto le daba superioridad jerárquica. Rosales no dejó escapar esos dos detalles. Apartó su vista de Casorla que revisaba la ropa de Pacheco y miró directamente a Méndez para, con toda intención, preguntar: – ¿No revisaste al muerto? –. Su voz era fría, sin ápice de expresividad. Era algo que había aprendido en la calle, si había algo que atemorizaba a cualquiera era un tono de voz neutro, sin emoción alguna.

Méndez había calló en la trampa, las palabras de Rosales le helaron la sangre. Ahora sabía que éste tenía conocimiento del dinero. Con voz aún más temblorosa respondió: – Si, si, si claro, lo revisé, pero no tenía nada encima. Ni siquiera cartera cargaba. Pa’ mi que el que lo quebró le quitó lo que cargaba encima –. Aquella respuesta y el tartamudeo

– Aquí está la cartera, pero sólo hay siete lucas y un poco e’ papeles –, se escuchó la voz de Casorla, que agachado seguía metiendo sus manos en la ropa del difunto Camilo Pacheco. Los ojos de Rosales se clavaron en los del sargento Méndez, las gotas de sudor que habían brotado de su frente corrían ahora encima de su nariz y sus mejillas.
– Como, que no lo revisé bien, ¿no mi sargento? – Atinó a decir.
– Pues así parece Méndez. Pero tranquilo, luego resolvemos, aquí llegó la gente de patología. – Dijo Rosales con una sonrisa entre dientes.

El sargento Méndez sintió que las piernas le fallaban. Pasó su mano encima del rostro secándose el sudor que corría copioso hacia su barbilla. Estaba en problemas, en graves problemas y lo sabía. Tenía que tranquilizarse y buscar alguna salida. Su cabeza empezó a dar vueltas tratando de encontrar una idea que le permitiera salir de aquel atolladero en el que se había metido sin querer. Si estos idiotas no hubieran llegado, el estaría de lo más tranquilo con la plata en el bolsillo y sin problemas. Se sentía temeroso, confundido y con mucha rabia. Todo esto pasaba por su mente cuando sintió le tomaron por el brazo. Era el Ramírez, el policía gordo.

– Móntate en la unidad Méndez – le dijo, luego agregó: – Nosotros te llevamos.

Méndez sonrió nervioso y se montó en la unidad patrullera. No sabía que ocurriría. Minutos después los cuatro hombres circulaban por una de las más grandes avenidas de la ciudad.

Continuará...
| Sólo 7 hablaron pajita

Una fábula urbana 2

Luego de las explicaciones dadas en mi post anterior, continúo con la historia que comencé a narrar en Una fábula urbana 1. A modo de aclaratoria y para evitar malos entendidos, los personajes que se mencionan, así como las situaciones descritas son producto sólo de mi imaginación. Cualquier similitud con situaciones o personas reales es sólo coincidencia.

Hecha pues la aclaratoria, les hago entrega de la segunda parte de esta historia.

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A dos cuadras de donde mataron a Camilo, desayunaba en un puesto de empanadas, el sargento Luis Méndez. Cuando escuchó el disparo instintivamente llevó su mano hacia el revolver que colgaba en su correaje atado a su pierna. Tomó un último bocado, dejó un billete de cinco mil bolívares y se dispuso a caminar hacia donde oyera la detonación.

Mientras andaba, informaba a la comandancia, través de su radio portátil, su ubicación, lo que había escuchado y lo que hacía. Del aparato de radio una voz deformada por la estática le respondió: - Afirmativo agente, copiado el . Se envían refuerzos.

Al llegar a la escena del crimen, un círculo de curiosos y morbosos rodeaba el cadáver de Camilo. Los apartó y volvió a radiar: – Cadáver, hombre de treinta años aproximadamente. Solicito técnicos forenses, ambulancia y apoyo para operativo de búsqueda -. Sonó un ruido en su aparto radiotransmisor y de inmediato la voz de una operadora del otro lado: – Afirmativo copiado el 10-4. Unidad móvil en camino con refuerzos, espere instrucciones.

Un poco aburrido por las órdenes recibidas, el sargento Méndez no esperó a la patrulla que se dirigía hacia él, pensando en que sólo estaba a pocos metros de lo que escuchara hacía sólo unos minutos, decidió hacer caso omiso a las órdenes y caminó directamente hacia donde estaban ya reunidas un grupo de personas rodeando al cadáver de Camilo Pacheco. Cuando llegó detrás de las personas que se encontraban en la parte externa del círculo de gente, empezó a apartar a los más próximos abriéndose paso hacia el centro del círculo. Algunos se molestaron, pero al ver que se trataba de un policía sólo hacían mala cara y terminaban de quitarse del camino del agente del orden.

En medio de la gente se encontraba un cuerpo rodeado por un gran charco de sangre que empezaba a formar costras coaguladas. Su rostro estaba desencajado por la sorpresa de la muerte. La posición en que se hallaba sobre el suelo era algo fuera de lo normal – por lo menos para quien no esté acostumbrado a ver cadáveres –. Con las rodillas sobre el suelo como si estuviera rezando, Camilo se hallaba volteado sobre si mismo, su espalda sobre el suelo, un brazo encima de sus genitales y el otro a un lado de su cabeza. La sangre que brotaba del agujero por donde saliera la bala empezaba a secarse, una extraña mueca que parecía más una sonrisa adornaba la cara del muerto por último, sus ojos entrecerrados miraban al vacío, sus pupilas dilatadas sin ver nada, sin observar nada. El sargento Méndez empezó a levantar la voz pidiéndole a la gente que se alejara de la escena. No quería que aquellos estúpidos civiles alteraran la escena de ese asesinato. Era extraño, pero el policía ni siquiera se sorprendió un poco cuando se encontró con los restos de Camilo Pacheco. Estaba tan acostumbrado a la muerte que aquel cuerpo era sólo uno más en el gigantesco montón de muertos que habían pasado frente a sus ojos.

Algunos voluntarios, todos hombres de cierta corpulencia, empezaron a ayudar al oficial de policía a apartar a la gente. En todo caso ya habían transcurrido más de cinco minutos desde que Camilo Pacheco abandonara intempestivamente este mundo. La gente ya había visto lo que deseaba ver. La mayoría siguió su camino, otros se quedaron en las cercanías comentando lo ocurrido. Unos hablaban de lo que habían visto, otros sólo escuchaban y la gran mayoría, acostumbrados ya a la violencia de la ciudad olvidaron todo algunos minutos más tarde.

Méndez estaba nervioso, alguno que otro curioso seguía mirando de soslayo la escena y la patrulla estaba a punto de regresar. Necesitaba actuar rápido si deseaba obtener algo de aquel estúpido que le había interrumpido el desayuno. Gritó en dirección a los obreros de la construcción, los que hasta hacía sólo pocos minutos eran compañeros de Camilo. Pidió que le trajeran un trapo, un pedazo de tela, algo que permitiera cubrir el cuerpo de la víctima.

A los pocos minutos un hombre se acercó con algo parecido a un encerado. Ese material utilizado en la industria para cubrir materiales. El hombre ayudó al policía a cubrir el cadáver y luego se retiró por pedido del uniformado. Apenas se hubo alejado el obrero, Méndez levantó el encerado y se acomodó de tal manera que nadie pudiera verle. Con la mano libre revisó rápidamente los bolsillos de la chaqueta, la camisa y los pantalones del difunto. Empezaba a perder esperanzas cuando tocó algo que de inmediato le sacó una gran sonrisa. En el bolsillo trasero del pantalón el oficial Méndez encontró un gran fajo de billetes. Sus ojos brillaron de alegría. Rápidamente metió el dinero entre la camisa de su uniforme y la sudadera que llevaba puesta. Del otro bolsillo del pantalón retiró la cartera, la revisó, sólo había siete mil bolívares. Esta vez no hubo sonrisa, sólo una gesto que pareció de burla y desprecio. Revisó luego los documentos de identificación y se dijo a si mismo: – ¿En qué estabas metido pajarito? Ese plomo no fue de gratis.

Méndez dejó caer el encerado nuevamente sobre el cuerpo y cuando se incorporaba vio como la unidad móvil que le enviaran de refuerzo se estacionaba frente a él. Habían llegado con las sirenas apagadas, algo fuera de lo normal, pero que en ese momento no notó. De la patrulla se bajaron tres uniformados, el chofer, un hombre algo gordo y de una pronunciada barriga, más parecía un vendedor de fritangas que un policía, era el distinguido Francisco Ramírez. Del lado del copiloto bajó el sargento Francisco Rosales, un truhán que no era amigo de nadie, con la mala intención siempre presente y de costumbres tan bajas que hasta sus compañeros rufianes sentían hacia este caballero una notoria inquina. Por último, apareció desde atrás del vehículo oficial un agente bajito, luciendo un gran bigote, se trataba de Francisco Casorla, un individuo de mirada torva, sonrisa de roedor y de una crueldad que ya era famosa en todo el cuerpo policial. Incluso se contaba en las tertulias que acostumbraba a afilar el lado interno de las esposas para causar excoriaciones y cortes en las muñecas de los detenidos.

Continuará...