Una fábula urbana 1
Hace tiempo que no hago un pequeño intro para muchos de mis escritos y a veces siento que es necesario hacerlos. Como sabrán quienes me leen, he venido presentando una inconsistencia bastante acentuada en los últimos dos meses. Esto se debe a mis nuevas ocupaciones, sin embargo, he tratado de mantener el blog vivo. Sobre todo porque siento un grato sentimiento de empatía con quienes me comentan y aún con quienes no lo hacen.Bloguear se ha convertido en una catarsis en una relajación de sentidos y sentimientos.
Espero ahora, que éste nuevo relato, que publicaré en dos partes, sea de vuestro completo agrado.
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El papi cogió la nueve milímetros firmemente y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el rostro del muchacho frente a él. Se escucharon algunos huesos rotos y de inmediato una gran mancha de sangre cubrió la cara del hombre que gemía y lloraba. Calló sobre la acera desnuda y otro golpe rompió su frente al chocar contra el duro concreto.
Wilson miraba a un lado mostrando una desdentada sonrisa. Su pequeña mano sostenía un revolver calibre treinta y ocho lo bastante grande y pesado como para dificultarle al niño su manipulación.
El sujeto en el suelo tosía escupiendo sangre y algunos pedazos de sus destrozados dientes. El golpe que le diera el papi le había roto la quijada y algunos dientes. Trató de decir algo, pero una patada en el estómago le hizo perder el conocimiento. Calín, el tercero de los atacantes rió de buena gana por la agresión a la que estaba siendo sometido el enemigo común.
Los tres chiquillos se miraron los unos a los otros y se sintieron felices. Tenían el poder, sus armas, el alcohol y la droga que corría en su sangre les daban a los tres esa sensación. Con un pie descalzo Wilson tocó el rostro ensangrentado del hombre en el suelo.
– Éste pajúo se tiró tres – dijo sin mucha emoción mientras hacía un gesto levantando ambas manos. – ¿Y ahora, nos piramos? – concluyó. Sus ojos miraron al papi, quien era el jefe.
El papi contaba sólo con dieciséis años, pero tres muertos encima le convertían en el jefe de la banda más peligrosa de La Bombilla, peligroso barrio del éste de Caracas. La prensa les había bautizado como los piedreros. Unos doce muchachos entre los nueve y los diecisiete años formaban la banda. Eran los mayores distribuidores de crack del municipio y los más violentos también. Doce asesinatos en el último año y medio, innumerables atracos, hurtos y muchos heridos eran parte del currículo de ese grupo de niños y adolescentes.
En el suelo se hallaba el tuerto, un mozuelo de piel negra como el azabache, un corte de cabello al mejor estilo regueatonero. Un jean algo roído por el uso, unos zapatos deportivos de una conocida marca, de esos que usan los jugadores de básquetbol y una franela con un motivo también deportivo eran su vestimenta. Fue sorprendido saliendo de la casa de la tía, una conocida jovencita de costumbres bastante liberales con los varones de la comunidad. Era el jefe de una banda rival y cuando el papi, Wilson y Calín lo vieron ni siquiera lo pensaron. Lo encañonaron y sin darle tiempo a nada lo desarmaron. La pequeña pistola siete sesenta y cinco que portaba fue el premio que recibió Calín por haber sido quien lo avistara, además, fue quien lo enfrentó sin más armas que su valor y el montón de droga que hacían bullir su cerebro y su corazón.
– ¿Tu eres gafo? Dijo Calín algo molesto. – No ves que’l guevón ese se desmayó. Vamo’a esperal pa’terminá e’ jodelo.
La ventana de la tía se abrió un poco y tres cañones apuntaron en esa dirección. – ¡Epa tranquilos, tranquilos pues! – les gritó nerviosa pero sin miedo. La tía sabía que por muy fuerte que fuera la pálida no la lastimarían. Todos los malandros del barrio sabían que la tía además de darles sus favores íntimos, les protegía. Además, conocía a muchos pacos y sabía como hablar con ellos para quitárselos de encima. Esas cualidades hacían de la tía una mujer que a sus veintidós años era respetada y apreciada por los malhechores y pillastres de toda la barriada. – ¡Si lo van a quebrá denle rápido!, no dejan dormir -. Dicho esto cerró su ventana y se acostó como si nada.
– ¡Cuando le guindemos el flux a éste vamos a echalnos unas culdas contigo tía, no te duermas! – Exclamó Calín emocionado por lo que la tía podía ofrecerles. - ¡Ok, ok! – fue la respuesta que se escuchó desde el interior del rancho de la tía.
Los tres chicos se sentaron entonces alrededor del tuerto a esperar que despertara. Luego de algunos minutos, algo apurado por lo que deseaba de la tía, el Calín se levantó mientras decía: – Nojoda, vamo’a dale. Vamo’a quebrá a éste marico y vamo pa’onde la tía -. Wilson que también estaba aburrido dijo a su vez: – Coño el mío, vamo’a soná a este mamagüevo y nos rumbeamos la dura con la tía.
Papi miró a sus dos compinches y puso cara de pocos amigos. Quería matar al tuerto tanto como ellos, estaba tan apurado y deseoso como ellos, pero quería que la muerte del tuerto fuera una señal para otros, incluyendo a su propia gente. Ser jefe era excelente, pero mantenerse en ese puesto no sólo era difícil sino muy peligroso. Tenía que hablar con mucho tacto para que el par de drogadictos que le acompañaban no reaccionaran contra él. Dejó que pasaran unos segundos sin siquiera mirarles, segundos que se hicieron una eternidad. Luego, pausadamente, sin prisa y con un movimiento bien estudiado apuntó al Calín directo a la cara con su nueve. Luego, hablando casi para si mismo les dijo a ambos: - Vamo a esperá un pelo más. Si no se levanta lo paramo nosotros y luego lo quiebro. ¿Hay peo con eso? – Concluyó, esta vez mirando fijamente a los ojos de sus amigotes.
Estos no dijeron nada, Calín no pudo evitarlo y empezó a temblar. Volvió a sentarse y bajó el rostro. Odiaba al papi, pero sabía de lo que éste era capaz. Wilson en cambio no le dio la menor importancia al asunto. Sólo quería tirarse a la tía y sabía que sin importar la hora, ésta les estaría esperando con unas cuantas botellas de anís. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un cigarrillo, lo encendió y empezó a fumar mientras imaginaba las cosas que haría con la tía.
Frente a ellos, el cuerpo del tuerto seguía completamente inmóvil, sólo un leve movimiento de sube y baja en sus costillas permitía darse cuenta de que respiraba.
Después de pocos minutos, el papi tomó la decisión. Poner a esperar a sus compinches no era bueno, además, el también empezaba a aburrirse. Se levantó y preguntó: – Calín, ¿quieres tirar con la tía?
Calín miró a su jefe con ojos brillantes y una gran sonrisa. – ¡De bolas! – exclamó como respuesta.
- Güeno, tonce, échale una meada al marico ese a ve si se levanta de una vez. Me tiene medio arrecho ya con la güevoná de estar durmiendo. Vamo’a sonalo de una.
Como impulsado por un resorte, Calín se levantó y bajándose un poco los pantaloncillos que cargaba dejó soltar un grueso chorro de orina sobre la cara del tuerto.
La reacción del caído no pudo ser más ridícula para quien hacía sólo unos minutos era uno de los hombres más peligrosos del barrio La Bombilla. Empezó a buscar el líquido que caía sobre su rostro tratando de beberlo, las heridas en su boca ardían y la conmoción de los golpes le hizo pensar que era agua. Sólo cuando escuchó las risas de sus ejecutores escupió.
El Wilson no paraba de carcajearse y lo mismo le ocurría al Calín. Sólo el papi mantenía una actitud seria aunque hubiera podido reír de buena gana.
El papi hizo un gesto con la mano a sus compinches y estos callaron sus risas de inmediato. Luego, casi parsimoniosamente, se levantó. El tuerto supo que estaba ya muerto, miró al papi directo a los ojos y un gesto de mucha soledad se dibujó en su golpeado y sangrante rostro. Quiso decir algo, pero su mandíbula fracturada sólo le hizo emitir un quejido gutural.
Más de veinte disparos rompieron el silencio en el callejón nueve. Luego el silencio. Aunque los vecinos de las viviendas junto al sitio donde asesinaron al tuerto escucharon todo lo ocurrido, nadie dijo nada. Sólo el llanto de un bebé se escuchó durante algunos minutos. Después de un rato más del más puro silencio, el sonido estridente de un regueatón llenó toda la zona. En casa de la tía se celebraba con anís, marihuana y crack. Esa noche Wilson hizo con ella todo lo que se le ocurrió, aprovechando la borrachera del Calín, el papi abrazado a dos jovencitas de unos quince años dormía la borrachera y al día siguiente, bien entrada la tarde, Calín despertó tendido en el piso de tierra del rancho, pegado el rostro a sus propios vómitos.
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Eran las cinco de la mañana cuando Camilo Pacheco fue despertado por su mujer para ir al trabajo. Era Camilo Pacheco un negro alto de unos treinta y tantos años, trabajaba como albañil en la construcción de un nuevo centro comercial. Aún cuando su casa quedara sólo a unos cincuenta metros de donde mataron al tuerto, en casa de Camilo nadie se dio por enterado. Se desayunó un par de arepas rellenas con fiambre frito tomó su acostumbrada taza de café negro y se despidió de su mujer. Al salir de su casa, unos pocos escalones más abajo, Camilo Pacheco encontró al tuerto, un fuerte olor a orina, un gran charco de sangre y un montón de casquillos adornaban la escena. Pacheco miró en todas direcciones y algo temeroso se agachó, revisó los bolsillos del muerto y sacó de allí una faja de billetes que le hicieron sonreír. – Se armó un limpio – pensó. Guardó el dinero en su bolsillo rápidamente, miró nuevamente a todos lados y se alejó.
Bajó las escaleras, esperó unos diez minutos hasta que pasó el vehículo Toyota chasis largo de la ruta local que le llevaría hasta la parte baja del barrio, ahí tomaría una camionetica que lo dejaría en la estación del metro para luego marchar hasta la construcción donde trabajaba. Salió de la estación del subterráneo, estaba deseoso de llegar a la construcción para poder contar el dinero que le había quitado al malandro.
Mientras caminaba pensaba en lo que haría con el dinero. Armaría una rumba, donde hubiera mucha caña, algo de bazuco, le echaría un tremendo polvo a su mujer y luego, con lo que sobrara compraría un aire acondicionado nuevo o un equipo de sonido más grande y más potente. Siguió caminando y pensando, cambió de idea. Mejor buscaría una excusa para irse con Soledad, la hija del dueño de la bodega a pasar un fin de semana en la playa. Esa carajita estaba bien buena y él sabía que ella le tenía tantas ganas como las que el le tenía a ella. Si, eso haría, además, tirarse a esa geva era algo que muchos en el barrio envidiarían el culo de soledad era un trofeo muy deseado por los varones en la barriada. Camilo sonreía mientras todas esas cosas pasaban por su cabeza, estaba tan concentrado que no se dio cuenta de que al pasar por el terreno baldío que estaba más abajo de la construcción un zagaletón empezó a seguirle con paso rápido. Cuando lo escuchó ya era muy tarde, sintió el frío acero sobre su nuca, detrás de él una nerviosa voz le ordenó: - ¡Quédate quieto güevón, esto es un atraco! Si volteas te sueno. Dame todo lo que tengas.
Camilo sintió que un sudor frío recorría toda su espalda. Trató de decir algo pero su voz no le salía. Quiso llevar sus manos a los bolsillos para entregar al malandro todo lo que tenía pero estas no le obedecieron.
El malandro insistió: – ¿Qué pasa pue’? ¿Te la das de arrecho es la vaina? O me das todo o esta noche toman café en tu casa pajúo. Su voz quería sonar feroz pero el temor podía ser percibido claramente. Camilo siguió sin moverse, el terror le tenía paralizado. No pasaron más de uno o dos segundos, hubo un estruendo y luego silencio. La bala atravesó la nuca de Camilo, chocó contra uno de los huesos de la quijada y salió por su pómulo izquierdo. El cuerpo sin vida calló al suelo como un fardo lleno de arena. Cuando los obreros, sus compañeros de trabajo, salieron de la obra a ver que ocurría sólo vieron el cuerpo tendido en el suelo. En su bolsillo aún estaba el dinero que horas antes perteneciera al tuerto.
Ya Camilo no poseería el trasero de Soledad, tal y como iba a ocurrir ese fin de semana y nunca conocería a Jhonny Camel, el hijo que su mujer llevaba en el vientre y que llegaría a ser, por cuestiones del destino, el alcalde más joven del municipio y luego, cambiando la historia de la nación, el primer servidor público importante preso por delitos de corrupción.
Continuará...